Desde
que tengo memoria, me gusta sentarme junto al fuego en el pequeño
tajo que la abuela utilizaba para llegar a los armarios más altos.
Ella siempre me regañaba - ¡Niña! Aparta de la lumbre que te vas a
achicharrar y a quedar churruscadita como los lechoncillos – Pero
después ponía esa sonrisa picarona y me daba unas almendras que
sacaba del bolsillo del delantal. ¡La de cosas que cabían en ese
trozo de tela descolorida!
El
resto nunca me hace caso. Van a lo suyo y no paran de hablar. No me
importa. Me encanta escuchar historias. El Manuel, el de la
panadería, le tira los tejos a la hija de la Antonia. Pero no de los
de verdad, que esos hacen daño, sino bonitos, como las flores, que
no dan de comer pero gustan. Eso dice la Dolores, la vecina de enfrente,
que falta muchos días porque se pone mala de lo suyo. Ya nadie le
pregunta.
Palabras
y puntadas tejen la noche. Pocas veces se hace el silencio y,
entonces, se oye el crepitar de la leña quemándose y el viento tras las paredes
de piedra. En invierno nieva y todas dejan las almadreñas en la
puerta. Faltan las mías. Mamá las guardó cuando me cayó
encima aquella teja. Desde entonces no me habla. Yo he dejado de
intentarlo. Pero algunas noches, antes de que lleguen las vecinas, ella
acerca el tajo al fuego y siento que me deja una caricia en el aire.
Carmencita me ha dado la alegría de quedar en 2º puesto en el II Concurso de Relato Breve "Leonardo Barriada" que organiza la Asociación Félix de Martino de Soto de Sajambre